viernes, 31 de agosto de 2007

UNA HISTORIA ENTRE CABALLOS Y AGUARDIENTE

A 96 kilómetros de Medellín existió una de las zonas de tolerancia más famosas del país.

La Jonda es un verdadero museo, donde además de ver objetos antiguos, con un poco de suerte, se puede escuchar la historia de Tierrabaja.


Los pueblos de Antioquia tienen tantas historias para contar como personas los habitan. Son ciento veinticinco municipios en total, en donde la diversidad étnica, cultural, social y económica enmarcan un panorama amplio y conducen por caminos inimaginados para muchas personas. El oriente antioqueño, es la subregión más próspera y con más desarrollo en infraestructura, tecnología y talento humano del departamento. En ese territorio compuesto por veintitrés municipios está ubicado el Aeropuerto Internacional José María Córdova, empresas como La Compañía Nacional de Chocolates, Postobón, Pintuco entre otras. Igualmente, allí están La Universidad Católica de Oriente y sedes de la Universidad Eafit, la Universidad de Medellín, la Universidad de Antioquia y la Universidad Pontificia Bolivariana.

Cuenta con una de las diócesis más importantes del país, la de Sonsón-Rionegro y alberga a “LLanogrande”, el barrio campestre más lujoso y prestigioso del territorio antioqueño, incluso por encima del Poblado de Medellín.

Un poco más alejado del epicentro desarrollado y urbanizado, está Sonsón, un municipio de cuarenta y cinco mil habitantes, ciento cinco veredas, seis corregimientos y todos los pisos térmicos, desde el páramo hasta el cálido en el Magdalena Medio. Sonsón, con doscientos seis años de historia, ha sido el pionero del desarrollo y la cultura de gran parte del oriente antioqueño y de algunos poblados del departamento de Caldas, inclusive su capital Manizales. Su casco urbano tiene una temperatura promedio de 15º centígrados, aunque en la noche y en las madrugadas, esa temperatura desciende considerablemente.

Es normal que en la tarde de un sábado o un domingo (a veces ambos días) un grupo de personas se reúna en un lugar acordado previamente, con sus caballos ensillados para dar comienzo a una cabalgata por las principales calles del pueblo y sus alrededores. El número de caballistas es variable, a veces cinco o seis, a veces diez o veinte o más. En una de esas cabalgatas, a la que fui invitado, pude conocer más a fondo la historia de Tierrabaja, la zona de tolerancia de Sonsón que, en su momento, llegó a ser una de las más reconocidas del departamento y del país.

Empezamos a cabalgar hacia las cinco de la tarde de un domingo que había estado frío y en el que nubes grises en el cielo amenazaban con descargar un gran aguacero sobre el pueblo, pero eso no fue impedimento para que montáramos los caballos y empezáramos el recorrido. Inicialmente fuimos hasta el parque principal e hicimos la primera parada en una cantina donde nos tomamos -al menos yo- el primer aguardiente de la tarde. Después de charlar y compartir un momento con los demás caballistas, algunos sin bajarse del caballo, se dio la orden de partir. La siguiente parada sería “donde las monas”.

En realidad no es que la cantina se llame así, sino que es atendida por un grupo de mujeres “monas” y, al parecer, es de más fácil recordación para los hombres ese apelativo que el nombre del lugar. De esa manera, entre un aguardiente y otro, una cantina y otra, charlas, comentarios y recorridos por la Sexta y la Séptima, las principales calles del municipio, entre la plaza principal y la plazuela de Henao, la tarde fue cayendo y la noche llegó. Aunque el clima descendía notablemente, sobre los caballos ese cambio no se sentía.

Finalmente, se dio la orden de ir a La Jonda, donde sabía encontraría la historia que yo había ido a buscar. Cuatro cuadras abajo del parque principal, por la Sexta, está ubicada esa cantina, que más bien parece un museo, tanto por la cantidad de objetos antiguos que cuelgan de su techo y paredes, como por su propietario, don Gilberto.

Entré y me ubiqué en frente del mostrador, sentándome en una silla de montar a caballo, ubicada sobre un soporte de madera, que hace las veces de butaca. Empecé a hablar con don Gilberto y a pedir información sobre el lugar y los objetos que había allí. Él muy amablemente respondía a cada una de mis preguntas, pero por momentos era cortante y reacio a hablar de algunos temas. Afortunadamente para mí, el también estaba tomando aguardiente, lo que me facilitó el trabajo, ya que “con unos cuantos tragos encima”, empezó a hablar.

Le pregunté directamente por la zona de tolerancia y no tuvo ningún problema en responderme: “empezaba aquí una cuadra más abajo, eran veintiocho cantinas con ciento treinta mujeres, un consultorio y varios calabozos. Los calabozos se utilizaban para encerrar a los que tuvieran algún problema, generalmente a machete o pico de botella, originado por “líos de faldas”. El comando de policía estaba muy lejos y no tenían tiempo de llevarlos hasta allá, debido a que al momento se armaba otro alboroto. El consultorio era para atender a las mujeres una vez al mes y certificar que no tenían ninguna enfermedad venérea. El médico iba, las revisaba y les daba un carné que además de ser requisito para poder trabajar, los clientes podían exigirles como prueba de que estaban sanas.

En épocas de navidad, semana santa, fiesta del maíz e incluso en feria de ganado, los negociantes de la zona viajaban a Dorada, Aguadas y Medellín a conseguir las mujeres que atendían a los señores que frecuentaban Tierrabaja.

Las mujeres sólo podían salir de la zona con permiso de la policía. Lo hacían con un salvo conducto y podían ir a misa y al hospital. No les era permitido andar por las calles del pueblo. Los miércoles salían en grupos a bañarse en la quebrada Santa Mónica y los muchachos de los colegios se iban igualmente para ese lugar a gatearlas, pues en esa época no existían vestidos de baño y muchas de ellas se bañaban desnudas.

En las habitaciones había una toalla, una ponchera con agua y una jarra, para asearse antes y después del acto sexual, porque tampoco había baños”. Según don Gilberto, era común que un fin de semana llegaran a Tierrabaja, hasta doscientas personas a caballo, de todas las veredas de Sonsón y de pueblos vecinos como la Unión, Abejorral, Nariño, Argelia y Aguadas Caldas, buscando el servicio de las mujeres repartidas en las 28 cantinas, además de la clientela del propio casco urbano.

Un espacio de mucha cultura también tenia Tierrabaja, pues dicen que allí no sólo se buscaba placer en las actividades sexuales, sino que los muchachos sonsoneños, bajaban a encontrar tertulia con otros más veteranos, incluso con sus padres para que reconocieran el mundo de la masculinidad y del machismo paisa.

Don Gilberto, manejaba 12 mujeres y era un típico proxeneta. Todas las prostitutas que llegaban a trabajar a Sonsón, se dirigían a su negocio y él las ubicaba en las cantinas que necesitaran nuevas trabajadoras o las dejaba trabajando con él.

El pago se hacía bajo dos condiciones: si la mujer consumía en la noche Pistola (tomar agua por aguardiente y vino por ron), las ganancias se partían por mitad. Cincuenta por ciento para la mujer y cincuenta por ciento para el cantinero. Si la mujer consumía licor real, todo el dinero era para el cantinero. El único pago de la mujer, era el trago que consumía, pero con la condición de que no se emborrachara, para que tanto ellas como los clientes consumieran bastante y la cuenta aumentara.

Cuenta don Gilberto, que cuando el consultorio fue cerrado, la policía iba hasta tierra baja y llevaba a las mujeres en fila india hasta el hospital. “Eso era un recorrido de cerca de 15 cuadras, lo que las ponía como atracción de circo y objeto de los insultos y comentarios denigrantes de las ‘señoras’ del pueblo”.

La zona de tolerancia empezó a desaparecer con la llegada de las drogas y de grupos de limpieza social, que obligaron a cerrar muchas cantinas y a que las mujeres se fueran o se diseminaran por todo el casco urbano.
La conversación con don Gilberto avanzaba en forma muy amena, hasta que me preguntó (supongo que porque yo estaba acompañado por un amigo médico): ¿usted es médico? Yo le respondí: no, periodista. En ese momento su actitud cambió y volvió a estar tan distante como al principio. Poco después la orden de montar los caballos y partir de nuevo se escuchó y así lo hicimos. La cabalgata continuaba, pero yo ya tenía parte de la historia que había ido a buscar. Al menos don Gilberto, quien a sus 69 años ha tenido cuatro esposas de las que le han quedado 20 hijos entre esos una niña de dos años, ya me había dicho lo más relevante, me había contado el pasado de Tierrabaja