La lealtad es el cumplimiento de las leyes de la fidelidad y las del honor y tiene una gran relación con la verdad. Sin embargo, en muchas ocasiones somos desleales con nuestros amigos, compañeros y familiares. Ser leal es un principio, pero pocos son capaces de mantenerlo como esencia del hombre de bien y de no sucumbir ante lo que se presenta en la vida cotidiana.
Tenemos un concepto y un arraigo tan débil de la lealtad que terminamos haciendo cosas que lastiman a esas personas que decimos querer, sólo por vivir algunas cosas que, en todo caso, nunca serán tan buenas o imprescindibles como para no rehusarse a ellas o no poder buscarlas en otro entorno, lejos de quienes nos aprecian y apreciamos.
Tenemos amigos de nombre y tal vez por ello no los respetamos lo suficiente como para serles leales, sinceros, para no traicionarlos por acción, omisión o por desconocimiento (si desconocemos queda la duda de qué tan fuerte es ese lazo de amistad, pero en todo caso, siempre, por el mero hecho de que se llame amigo, debe recibir de nuestra parte sinceridad, respeto y lealtad).
Ojala fuéramos capaces de reconocer que no somos leales, que tarde o temprano terminamos traicionando a quienes tenemos cerca y que somos absolutamente cobardes para aceptarlo, reconocerlo y asumir las consecuencias. No hay duda de que el ser humano es un ser social, pero tampoco de que es infinitamente cruel, cobarde y descarado. Siempre el bien particular prima sobre el general (aunque las leyes digan lo contrario) y para alcanzar lo que queremos no nos importa pasar por encima de quien sea, así después terminemos amargamente arrepentidos.
No se trata de dejar de tener intereses propios y personales, sino precisamente, de respetar esos intereses que otros, nuestros amigos, compañeros, padres, hermanos y demás personas que están a nuestro lado, ya tuvieron.
¡Cuidado! Que nunca un amigo o una de esas personas que dice querer, le tenga que recriminar o preguntar: ¿Y LA LEALTAD?
Tenemos un concepto y un arraigo tan débil de la lealtad que terminamos haciendo cosas que lastiman a esas personas que decimos querer, sólo por vivir algunas cosas que, en todo caso, nunca serán tan buenas o imprescindibles como para no rehusarse a ellas o no poder buscarlas en otro entorno, lejos de quienes nos aprecian y apreciamos.
Tenemos amigos de nombre y tal vez por ello no los respetamos lo suficiente como para serles leales, sinceros, para no traicionarlos por acción, omisión o por desconocimiento (si desconocemos queda la duda de qué tan fuerte es ese lazo de amistad, pero en todo caso, siempre, por el mero hecho de que se llame amigo, debe recibir de nuestra parte sinceridad, respeto y lealtad).
Ojala fuéramos capaces de reconocer que no somos leales, que tarde o temprano terminamos traicionando a quienes tenemos cerca y que somos absolutamente cobardes para aceptarlo, reconocerlo y asumir las consecuencias. No hay duda de que el ser humano es un ser social, pero tampoco de que es infinitamente cruel, cobarde y descarado. Siempre el bien particular prima sobre el general (aunque las leyes digan lo contrario) y para alcanzar lo que queremos no nos importa pasar por encima de quien sea, así después terminemos amargamente arrepentidos.
No se trata de dejar de tener intereses propios y personales, sino precisamente, de respetar esos intereses que otros, nuestros amigos, compañeros, padres, hermanos y demás personas que están a nuestro lado, ya tuvieron.
¡Cuidado! Que nunca un amigo o una de esas personas que dice querer, le tenga que recriminar o preguntar: ¿Y LA LEALTAD?