miércoles, 4 de julio de 2012

La soberbia del gobernante


Hay gobernantes de estilos tan diversos como sus mismos electores. Algunos gobiernan por accidente, otros por negocio, unos más por poder y algunos (muy pocos), por vocación de servicio. Todos tienen una característica, que en la mayoría de los casos, les otorga el mismo pueblo: los vuelven dioses. Es ahí cuando empiezan las atenciones excesivas, las preferencias desmesuradas, los halagos desmedidos y de paso, el crecimiento del ego del que el político per se ya es dueño.

El poder es atractivo (y corrompe). Sentirse por encima del otro, dueño de un cuarto de hora y el hombre entre los hombres, seguramente representa para el gobernante una oportunidad única. Partamos de la base de que el gobernante es honesto y preguntemos entonces, si no son las comisiones,  ¿qué lo motiva a estar en un cargo de elección popular y repetir? El salario  no es, pues es ínfimo comparado con lo que podrían ganar en el sector privado con menos trabajo y más tranquilo (un alcalde promedio se gana menos de 3 millones de pesos -excepto capitales- y un gobernador menos de 12).

Aparece entonces el ego que adorna a nuestros gobernantes, puesto en la delgada  frontera que lleva a la soberbia…. Y muchos la cruzan. Hay quienes hablan mucho, sonríen mucho, dicen sentir mucho, pero al final, en privado no se aguantan ni ellos mismos.  Se creen los dueños de la verdad, del poder absoluto, predican los más altos valores morales que transgreden sin problema a la hora de imponerse y logran convencer al ciudadano común de que son los salvadores, los únicos capaces y de que todo lo anterior y posterior no tiene ni tendrá validez, porque ellos son los mejores, los más calificados, los más transparentes… (¿Les suena algún personaje de la actualidad?). Creen que todo el pueblo está por debajo en conocimientos, criterio, ideas, inteligencia y autoridad moral. 

Olvidan eso sí, que el cargo de elección popular trae consigo una innegable e inevitable estela de ingratitud, que relega al gobernante más destacado (o autodestacado) mientras ostentaba el poder, a los oscuros pasillos del olvido y el señalamiento, alimentados por el ego-soberbia (a veces odio) de quien lo sucede. 

En otras palabras, el gobernante soberbio está, a mi juicio, condenado a revolcarse en su propia inmundicia, cultivada en años de mirarse al espejo, verse como el mesías y nutrirse del halago del falso coequipero, para que al final termine atrapado bajo el castillo que construyó con cientos  de palabras (promesas) que no cumplió, por estar pensando (si es que piensa) en cómo demostrar lo bueno que es él, lo malo que es el otro y hacerse notar como el benefactor humilde, del que en el fondo todos saben (así no lo reconozcan) que es un imbécil fafarachero, encerrado en su manto de superioridad que al final terminará por ahogarlo. 

Y así los vemos después: derrotados, deslegitimados y relegados… Del político honesto y humilde cualquiera será amigo después de su gobierno, del político soberbio y oscuro, todos huirán, aún cuando ofrecieron su “amistad” mientras disfrutaban la miel (o hiel) que emanaba el poder del soberbio.