Hay gobernantes de estilos tan
diversos como sus mismos electores. Algunos gobiernan por accidente, otros por
negocio, unos más por poder y algunos (muy pocos), por vocación de servicio. Todos
tienen una característica, que en la mayoría de los casos, les otorga el mismo
pueblo: los vuelven dioses. Es ahí cuando empiezan las atenciones excesivas,
las preferencias desmesuradas, los halagos desmedidos y de paso, el crecimiento
del ego del que el político per se ya es dueño.
El poder es atractivo (y
corrompe). Sentirse por encima del otro, dueño de un cuarto de hora y el hombre
entre los hombres, seguramente representa para el gobernante una oportunidad
única. Partamos de la base de que el gobernante es honesto y preguntemos
entonces, si no son las comisiones, ¿qué
lo motiva a estar en un cargo de elección popular y repetir? El salario no es, pues es ínfimo comparado con lo que
podrían ganar en el sector privado con menos trabajo y más tranquilo (un
alcalde promedio se gana menos de 3 millones de pesos -excepto capitales- y un
gobernador menos de 12).
Aparece entonces el ego que
adorna a nuestros gobernantes, puesto en la delgada frontera que lleva a la soberbia…. Y muchos la
cruzan. Hay quienes hablan mucho, sonríen mucho, dicen sentir mucho, pero al
final, en privado no se aguantan ni ellos mismos. Se creen los dueños de la verdad, del poder
absoluto, predican los más altos valores morales que transgreden sin problema a
la hora de imponerse y logran convencer al ciudadano común de que son los
salvadores, los únicos capaces y de que todo lo anterior y posterior no tiene
ni tendrá validez, porque ellos son los mejores, los más calificados, los más
transparentes… (¿Les suena algún personaje de la actualidad?). Creen que todo
el pueblo está por debajo en conocimientos, criterio, ideas, inteligencia y
autoridad moral.
Olvidan eso sí, que el cargo de
elección popular trae consigo una innegable e inevitable estela de ingratitud,
que relega al gobernante más destacado (o autodestacado) mientras ostentaba el
poder, a los oscuros pasillos del olvido y el señalamiento, alimentados por el
ego-soberbia (a veces odio) de quien lo sucede.
En otras palabras, el gobernante
soberbio está, a mi juicio, condenado a revolcarse en su propia inmundicia,
cultivada en años de mirarse al espejo, verse como el mesías y nutrirse del
halago del falso coequipero, para que al final termine atrapado bajo el
castillo que construyó con cientos de
palabras (promesas) que no cumplió, por estar pensando (si es que piensa) en
cómo demostrar lo bueno que es él, lo malo que es el otro y hacerse notar como
el benefactor humilde, del que en el fondo todos saben (así no lo reconozcan) que
es un imbécil fafarachero, encerrado
en su manto de superioridad que al final terminará por ahogarlo.
Y así los vemos después: derrotados,
deslegitimados y relegados… Del político honesto y humilde cualquiera será
amigo después de su gobierno, del político soberbio y oscuro, todos huirán, aún
cuando ofrecieron su “amistad” mientras disfrutaban la miel (o hiel) que
emanaba el poder del soberbio.